Opinión

Auster en nosotros

El escritor Paul Auster.

El escritor Paul Auster. / LAP

Tal vez por el hecho de compartir allí grupo editorial y jefa de prensa, dos han sido los autores contemporáneos sobre los que más he oído hablar en Francia cada vez que visitaban París por cuestiones de trabajo. No diré que parecía tratarse de mitos del rock, pero algo similar había en la curiosidad, las anécdotas y un cierto deslumbramiento ante la llegada de ambos escritores: Salman Rushdie y Paul Auster. Al primero, además de su literatura, lo acompañaban la amenaza integrista, el período de ocultamiento y su poco común valentía. Al segundo –El príncipe de Brooklyn y Alma de Nueva York, tal como lo bautizaron Le Figaro y Le Monde esta semana– lo distinguía su plena asimilación por parte de la cultura francesa en la que se había educado literariamente durante su juventud. Paul Auster era un escritor norteamericano, de acuerdo, pero era, también, un autor de la casa, un escritor francés. Y es cierto que fue su adopción por la crítica y los lectores galos que favoreció en gran medida su fulminante y entusiasta expansión por Europa, especialmente en España. Mientras, en Nueva York, la fidelidad a los grandes acorazados de la literatura americana actual –Bellow, Roth, De Lillo, Irving, Capote incluso…– tamizaban, cuando no opacaban, los éxitos de Auster, que solía quedar como una especie de brillante hijo pródigo. Un misterio, al ser, precisamente, la ciudad uno de los elementos esenciales en la obra del escritor de Brooklyn.

Esa entusiasta expansión de las ficciones austerianas fue doble: por un lado, los lectores, encantados –y con razón– por la mezcla de misterio, mapas urbanos, azar, riqueza de personajes y tratamiento de la soledad contemporánea que les ofrecía el mundo del autor (dejo de lado el baseball pues para eso hay que ser norteamericano). Por otro, el hechizo que produjo en escritores y cineastas que, más o menos fragmentariamente, lo han imitado hasta creer que las combinaciones y permutaciones del azar en la vida, son un invento austeriano. Esto ha ocurrido en algunos –pocos– de mi generación y en bastantes de generaciones posteriores. Y ha ocurrido de tal forma que he visto cómo los había que tras ampararse en el paraguas Auster en busca del triunfo, acababan creyendo que ese mundo por el que sintieron un deslumbramiento mimético era suyo, quiero decir de ellos. Males del canibalismo, supongo, pero también un fruto espurio de la seducción austeriana. Ocurrió con la obra de Auster a partir de los noventa lo que había ocurrido con la de Bernhard en la década anterior.

Nunca he sido un excelente lector de Paul Auster, pero tampoco he sido ajeno a él. Me encantaron sus primeros libros –La trilogía de Nueva York, La invención de la soledad, El cuaderno rojo, El país de las últimas cosas…– pero al llegar a El palacio de la luna, tuve, mientras lo leía, la sensación de estar en una escuela de escritura con fórmula. Impecable, pero con fórmula. Asunto éste que me retrajo bastante y cuando ataqué La música del azar y Leviatán, se me cayeron de las manos –y aquí hay más respeto que impertinencia–; no los acabé. Y dejé de leerlo, perdiéndome, entre otras cosas, dos libros de los que siempre me han hablado bien lectores en los que confío: El libro de las ilusiones y 4, 3, 2, 1... Tiempo habrá, espero.

Pero esta es la causa por la que merodeo ahora alrededor de la figura de Auster y no entro en el corazón de su obra. Hacerlo sería una impostura y aquí vuelve a estar el respeto citado tres líneas más arriba. Ahora bien: no por eso soy ajeno a sus virtudes, que también me impresionaron en aquellos primeros libros suyos. Por ejemplo, la relación con la escritura no sólo como forma de vida, sino de respiración. O la relación con la ciudad, tan Dickens, tan Balzac y al mismo tiempo, tan novela negra. O el súbito encantamiento de la primera frase de cada libro. «Todo empezó con un número equivocado, el teléfono sonó tres veces en mitad de la noche y la voz al otro lado, preguntó por alguien que no era él».

Desde esta frase de Ciudad de cristal –la primera novela de su Trilogía de Nueva York–, Paul Auster siempre ha estado ahí: con dos poetas a su lado: Mallarmé y Crane. Con ellos estará ahora como nunca lo estuvo antes.

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