Stefan Keller dejó atrás un estudio de grabación en Colonia para dedicarse a describir su experiencia como padre y el ´aterrizaje´ en su nueva casa de Mallorca. Ahora, un mes después de ponerse a la venta su libro no duda de que muchos turistas alemanes pasarán este verano por Alaró para conocer el pueblo en el que transcurre Papá ante Palma.

—¿Cómo surge la idea de estrenarse como escritor?

—El primer impulso lo tuvimos mi mujer, Ana, y yo tras nacer nuestras hijas mellizas. Vivíamos en Colonia y los primeros meses de ser padres fueron complicados. Las niñas chillaban mucho y nosotros estábamos desesperados. Buscamos libros sobre educación de bebés que fueran divertidos y no se dedicaran sólo a dar consejos de manera muy seria. Así que pensé: creo que puedo hacerlo mejor, y empecé a escribir nuestras experiencias.

—¿Y cómo consigue que llegue a una editorial importante?

—De la única manera posible: conocía a alguien que conocía a alguien en la editorial. Así que entregué un volumen de 200 páginas con 20 historias de vivencias con nuestras hijas. En ese momento nos acabábamos de trasladar a Mallorca y por esa razón los últimos capítulos del libro contaban la llegada de nuestra familia a la isla. La editorial me llamó y me dijo que querían firmar un contrato, pero que tenía que reescribir el libro porque lo que más les interesaba era la parte de Mallorca. Así que tuve que volver a empezar adaptándolo todo.

—O sea que, además de la mudanza, nuevo libro.

­—Si, nos decidimos a venir a Mallorca y en un mes nos despedimos de amigos y familia, y ya estábamos en Palma. Todo fue rápido. Surgió un trabajo para mi mujer vía internet, pero tenía que incorporarse de forma inmediata. Y como conocíamos la isla de haber estado en Pollença, dimos el paso. Así que en el libro pude contar como es el choque de culturas para un alemán que de un día para otro vive en Palma. Por ejemplo, hablo de los típicos malentendidos del recién llegado y recojo esas primeras impresiones buenas y malas que tuve de los mallorquines.

—¿Cuáles fueron esas primeras impresiones?

Imagínate que nuestra primera casa fue un piso en las avenidas de Palma. Yo me quedé unos días más en Alemania para arreglar la mudanza y mi mujer y las niñas ya vivían aquí. Pues el día que llegué, Ana me dice: "El presidente quiere hablar contigo". Y yo flipaba, ¿el presidente de dónde?, ¿nos quieren hacer un regalo por haber llegado? Y me dice: "No, el presidente de la casa". ¿El presidente de la casa?, pregunté yo, que desconocía que aquí cada finca tiene un presidente. Le visité y cuando salió me dijo: "No podemos continuar así con el ruido que hacen las niñas". Y yo pensé, qué desastre si todos los mallorquines son así yo no aguanto. Porque además, la fama que tienen los españoles en Alemania es que aquí se respeta mucho más a los niños. Allí siempre encuentras gente malhumorada si se topa con un niño que cuando juega molesta un poco.

—Y otro cambio de casa.

—Lo tuvimos claro. La isla tiene muchos lugares desconocidos para la mayoría de alemanes. Te das cuenta que la fama de Mallorca sigue siendo muy mala. Cuando dices que vienes a vivir aquí te preguntan: ¿Y qué harás todo el día en la playa? Sólo vienen los que se emborrachan y los millonarios que se compran las casas más caras.

—¿Cómo fue la llegada a un pueblo?

—Tenemos una amiga en Alaró y nos gustó la plaza, el ambiente, que es muy internacional, y decidimos buscar casa aquí. La primera que vimos era perfecta: antigua, típica mallorquina con naranjos y pozo. Las dueñas nos trataron como si fuéramos de la familia. Todo perfecto, porque era tan fresca que no necesitaba aire acondicionado. Pero claro, no pensamos que, después, el invierno sería tan duro por el frío y la humedad. Comenzamos a convivir con manchas en las paredes y con un montón animalitos que visitaban por el jardín. La gente nos decía: "Lo que tenéis que hacer es poner una camilla con un brasero y después os sentáis toda la familia alrededor". Y yo pensaba, cómo podemos estar sentados si las niñas no paran de moverse.

—Y en Alaró terminó el libro.

—Adapté las historias y fui creando personajes para mi novela en base a gente del pueblo. El libro empieza durante el trayecto en avión de Colonia a Palma y después comienzan las anécdotas. Por ejemplo, aparecen nombres que son comunes en España y que cuando los traduzco al alemán mis amigos se sorprenden mucho, como Dolores, Soledad o María José. La primera vez que hablé con una María José dije: ¿cómo es posible que seas una mujer y te llames José?

—Un defecto de los mallorquines.

­—Quizás que se mueven poco. No hay tanta cultura del viaje y de conocer mundo como en Alemania. Pero también es verdad que si te vas a un pueblo alemán te encontrarás la misma estructura que aquí. El ser humano repite por todas partes las mismas categorías.

—¿Cómo se integra un recién llegado en el tema del idioma?

—En nuestro caso, sin ningún problema, porque Ana es de origen español y yo conocía la existencia del catalán de haber pasado por Barcelona. Pero a muchos extranjeros les sorprende que aquí se hable algo distinto al español. En el tema del catalán creo que hay dos cuestiones delicadas que igual suponen una barrera para nosotros. La primera, la fonética, con sonidos muy profundos que nos sorprenden y para algunos resultan incluso desagradables al principio. Y en segundo lugar, creo que hay un problema de dosis con el aprendizaje. Entiendo que es la lengua propia y no se debe perder, pero a veces no es fácil entender que no se hable o se enseñe más en español.

—A una persona con oído musical, ¿qué sonidos le llaman la atención cuando llega aquí?

­—El volumen está siempre más alto que en Alemania, pero existe una relación lógica entre causar más ruido y aguantarlo mejor. Aquí la gente es ruidosa, pero tolera mucho más. Aquí siempre hay motos, obras, perros... o fiestas. Por ejemplo, el otro día estábamos en la plaza y empezó a salir gente y a bailar ball de bot. Fue muy bonito.