A Victor Uwagba le obsesiona tener los pies en la tierra y recordar sus raíces nigerianas, pero se pone muy serio cuando habla de sus humildes primeros pasos en tierras mallorquinas. "A mucha gente sólo le interesa esa parte, la llegada, para decir «pobrecito». Es como si nunca pudiéramos salir de ese punto de inicio, por mucho que hagamos después en la vida. Y a mi me gusta mucho tratar el tema de la inmigración, pero en profundidad, no como anécdota", explica este polifacético artista. Hace medio año que imparte un curso de danza africana en Alaró y es todo un éxito. Buena prueba de ello es que muchas alaroneres quieren aprenden sus técnicas de baile.

—Pero Victor és mallorquí.

—Si, claro que sí. Bueno, exactamente, afromallorquín. Llevo diez años aquí.

—¿Y cómo ha logrado transformar en africanas a 40 mallorquinas?

—No, ellas ahora son afroalaroneres. Aquí ha pasado algo mágico, porque cuando ves motivación sabes que pasará algo especial, y eso ha sucedido con este grupo. Creo que estas clases también son como un proceso terapéutico. Ayudan a la gente a sentir alegría gracias a la música y la danza. Es como en África: claro que hay problemas, pero siempre hay que buscar la alegría con la música. Yo les digo que todo lo malo no les tiene que tocar nunca el ánimo. También influye que Alaró es un lugar realmente intercultural de verdad, con gente de Mallorca y de mil procedencias más que conviven, naturalmente, de forma horizontal. Lo utópico se respira aquí, y eso se llama convivencia.

—¿Quién era Victor Uwagba en Nigeria?

—Desde los 15 años me dediqué totalmente a la danza y a los 18 ya era director artístico de un festival de teatro que seleccionaba talentos de canto y de danza en centros escolares. Trabajé en esto cinco años y es de lo que estoy más orgulloso, porque ahora muchos de aquellos jóvenes son coreógrafos famosos en París o Londres y me dan las gracias. Estuve en el ballet nacional y en el teatro social, donde aprendí la importancia de la formación artística total, es decir, bailar, cantar, tocar e interpretar, todo junto. Allí también comprendí la importancia de darle un objetivo social a todo. Finalmente, decidí estudiar Derecho al vivir una injusticia que le hicieron a mi madre.

—¿Qué aprende de los niños cuando les cuenta un cuento?

—Muchísimo, porque son tan sinceros. Cada vez que cuento el mismo cuento necesito sentir dentro de mí esos nervios como si fuera la primera vez. De esta forma sé que voy a disfrutar y que voy a dar y recibir. Ahora quiero comenzar a trabajar en un proyecto de teatro infantil.

—¿Cómo elige los cuentos?

—Casi todos son historias infantiles africanas que a mí me contaron de pequeño, aunque algunas las adapto para que se entiendan mejor aquí. Lo curioso es que muchas veces me dicen que un cuento africano es exactamente igual que otro que explican en México o en Argentina. Me pasó con la rondalla de La flor romanial: es la misma historia que me contó mi hermana cuando yo era pequeño. Lo triste ahora es que se esté perdiendo la costumbre de contar cuentos. Y esto sucede aquí, pero también en Nigeria. Allí se ven los mismos dibujos animados que en el resto del mundo, como se ven los partidos de fútbol de la liga inglesa o de la española. Cuando voy, me hablan del Liverpool o del Barça, y yo les digo: No, yo del Mallorca, buscadlo por Internet.

—Aunque no pueda decirlo muy alto, ¿nos falta ritmo a los europeos?

—No, la verdad es que no, pero es un problema de educación. Aquí, en todos los géneros de la danza, se trabajan los brazos y los pies, pero se olvida el tronco. No se educa desde la infancia el movimiento del tronco y ésa es la base del ritmo. Cuando alguien de aquí me dice que no tiene ritmo, le pongo la mano en el corazón para que entienda que tiene mucho ritmo dentro.

—¿Cree en las campañas solidarias con África o la solución es más profunda?

—Cuando los medios de comunicación cuentan cosas de Nigeria no reconozco mi país. Creo que el colonialismo sigue estando ahí y sigue haciendo mucho daño. No quiero generalizar con las ONG, pero me llama la atención que tanta gente aquí y allí vivan de ser considerados expertos en conocer los problemas y las posibles soluciones. Cuando regalamos un tractor a un pueblo africano, le podemos crear un gran problema si esa sociedad no ha superado todas las fases anteriores de adaptación. Tampoco aquí el tractor llegó de un día para otro. Todo tiene que ir paso a paso. Después tenemos el problema de las subvenciones, que han conseguido acabar con todo el voluntarismo de las asociaciones. Mi esperanza es que con la crisis se hundan los incapaces y queden los mejores y más creativos. No basta con hacer una fiesta intercultural y comer cuscús y pa amb oli, igual lo necesario son conferencias, debates, buscar conclusiones y ver de cerca los problemas.

—En Son Gotleu, ¿no siente que el trabajo de años se puede venir abajo en un instante con un suceso?

—Cuando hay alguna mala noticia o hay detenciones, es un nuevo reto. Ahora la gente está desanimada, porque se generaliza al hablar de la gente del barrio. Mi obligación es animarles a luchar y devolverles la alegría. Vamos a olvidarnos de presidentes y directivas y vamos a trabajar con los pies en la tierra. Yo me alejo siempre del poder y estoy con los que trabajan. Por ejemplo, a pesar de que no me gustan nada sus formas, yo felicitaría a Ginés Quiñonero por estar ahí, por denunciar lo que no le gusta y por haber logrado muchas cosas buenas para el barrio.

—Dentro de poco viaja a Nigeria, ¿qué siente?

—Lo vivo con mucha normalidad. Voy a mi casa y cuando acabo de llegar es como si no hubiera salido nunca de allí. Debe de ser por aquello de tocar siempre el suelo. África se tiene que entender antes que cualquier otra cosa.