Oblicuidad

‘Testament’, la película que se ve a escondidas

La última creación del canadiense Denys Arcand en todos los sentidos se sacude lo políticamente correcto de una patada

Denys Arcand se despide contra los tabúes de la sociedad actual.

Denys Arcand se despide contra los tabúes de la sociedad actual. / DM

Matías Vallés

Matías Vallés

Todo el mundo está viendo Testament, pero no todo el mundo se atreve a confesarlo. Entre otras cosas, porque desnuda literalmente la indigencia del indigenismo impostado del Quebec, que en España supondría tomarse a chacota la sacrosanta Memoria Histórica. Por no hablar de los mazazos a la obesidad, a la vigorexia, a la indefinición sexual, a la quema de libros para sustituirlos por ordenadores.

Testament es la película que se ve a escondidas, porque se sacude lo políticamente correcto de una patada. Sirve como una poción mágica para recuperar la despreocupada adolescencia. Arranca del escándalo suscitado por un mural de conquistadores emperifollados que se entrevistan con indios semidesnudos, y que adorna una residencia geriátrica de lujo del Quebec.

La sociedad actual impone la hipocresía. No un disimulo de corte liberal, sino la obligación de decir exactamente lo contrario de lo que se piensa. Este ejercicio de mentirse a uno mismo requiere una pericia endiablada, y Denys Arcand le corta el cordón umbilical de un tajo en una película tan postrera que lleva título testamentario. Es un epígrafe tal vez lógico, en un director que nunca defrauda y que acaba de superar la edad máxima de Luis Buñuel.

Arcand se despide contra los tabúes de la sociedad actual. Era inevitable que su sátira de los jóvenes que acampan en defensa de derechos abstractos, para no enfrentarse a la realidad, coincidiera con la floración de tiendas de campaña propalestinas en las universidades estadounidenses.

Conviene aclarar que ni la película ni su director persiguen la confrontación, solo la contemplación espontánea de la cultura woke y sus cancelaciones. El cineasta canadiense se ha limitado a señalar que «todo el arte occidental puede ser corregido», en una labor de limpieza étnica que no perdonaría un solo drama de Shakespeare ni mucho menos la Capilla Sixtina.

Testament se escurre de la tentación panfletaria, y su secreto consiste en demostrar que el sentido de la ironía es inseparable de la bondad. El protagonista y víctima de todos los abusos de los mojigatos recomienda que «de vez en cuando hay que dispensar gestos gratuitos de buena voluntad. Son los que hacen la vida soportable, para uno mismo y para los demás». Sostienen la sociedad, con más vigor que las proclamas normativistas.

Testament no merece ser contada, es preferible verla dos veces. No es la película de una generación otoñal, sino de una degeneración que esclaviza a los cerebros más privilegiados del momento. Su valor global se aprecia en que Arcand trasladó a Canadá sin fisuras la polémica por un mural del Museo de Historia Natural de Nueva York, que escenificaba un encuentro entre los navegantes holandeses y los indios algonquines.

En cuanto los acampados indigenistas culminan su tarea, se conjuran para boicotear un montaje de El alma buena de Szechwan, por apropiación cultural china a cargo de Bertolt Brecht, otro proscrito. Son incorregibles, pero Arcand se concede una última oportunidad en su canto del cisne autobiográfico, al proponer que «la vida es imprevisible hasta el final».

Suscríbete para seguir leyendo