La amnistía y la frivolidad
Uno de los componentes más execrables de la irrupción del populismo en la política es la frivolidad. Llega auspiciada por esa demanda de una parte de la ciudadanía de que la información tenga forma de entretenimiento.
Subcontratar la respuesta a la convocatoria de referéndum en Catalunya en octubre de 2017 a los jueces fue un error monumental. El quietismo de Mariano Rajoyhizo que muchos ciudadanos y las mismas estructuras del Estado se sintieran desprotegidas hasta que llegaron las primeras querellas criminales, primero contra los Jordis y después contra el Govern. La justicia lo tenía difícil para actuar contra la raíz del problema, el pleno del 6 y 7 de septiembre, de manera que se lanzó a tipificar conductas políticas como hechos delictivos. Esa tarea era imposible sin cometer algunos excesos procesales. Carles Puigdemont, representado por Gonzalo Boye (por recomendación del ahora presunto mediador Jaume Asens), vio ahí una brecha para convertir el tema en un asunto que resolviera en última instancia la justicia europea aprovechando ese camino para construir su propia épica. Ahora, pretende que el Estado desande ese camino sin que el independentismo dé un paso atrás, ni en sus pretensiones (lógico) ni en los procedimientos (ilógico).
El denostado, por algunos, juez Llarena, ha expuesto el tema descarnadamente: una cosa es dirimir si la amnistía es constitucional y otra debatir si se hará por una razón constitucionalmente legítima. La eliminación del recurso previo de inconstitucionalidad hará que tengamos este debate en orden inverso. Y aquí es donde Puigdemont se equivoca: la amnistía no puede ser previa al segundo tema que plantea, la autodeterminación, mejor dicho, el método a través del cual pretende ejercerla. Si no van en paralelo, la amnistía no servirá para los objetivos que se proponen quienes la promueven y quienes se plantean apoyarla: desjudicializar la política en Catalunya y abrir un tiempo nuevo.
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