Opinión

El primer sorbo de cerveza

Nathan Road, Kowloon, Hong Kong, 2011.

Nathan Road, Kowloon, Hong Kong, 2011. / ©PEDRO COLL

Hace muchos años, muchos, el buque insignia de la marina de guerra británica recaló en la bahía de Palma. Era la época del ¡Gibraltar español! y del Generalísimo en el balcón de la plaza de Oriente dirigiéndose a la multitud para responder a la UNO, sigla de United Nations Organization, o sea, Naciones Unidas (algo le habrían recriminado desde allí al Caudillo) diciendo chulescamente al mundo mundial que ‘si ellos tenían UNO, los españoles teníamos DOS’. Complejo personal superado, cuando menos, si nos atenemos al testimonio de Ana Puigvert, andróloga y nieta del urólogo catalán Antonio Puigvert, a la que su abuelo le había asegurado que Francisco Franco Bahamonde tenía un solo testículo, pues había perdido el otro en su juventud, a causa de heridas sufridas en 1916 durante la Guerra del Rif. Quizá de ahí su voz atiplada.

Pero volvamos al principio. El comandante de aquel buque británico quiso agasajar a las autoridades locales de la isla, Gobernador Civil, Gobernador Militar, Alcalde, Presidente de la Diputación, de la Audiencia, Abogado del Estado, etc., etc., invitándoles a un almuerzo a bordo. Marinos de la pérfida Albión y primeras autoridades baleares se sentaron alrededor de una mesa, relajando algo la relación tensa que vivían ambos países. Al final, antes de partir, los invitados elogiaron al comandante la exquisitez de lo degustado, deseando poder felicitar personalmente al cocinero. La respuesta del comandante fue un NO tajante suavizado por una sonrisa: el cocinero era un chino tan capaz ante los fogones como visualmente impresentable en sociedad.

Recomiendo, aunque sea por una vez en la vida, entrar en la cocina del restaurante chino en el que vas comer. Me refiero a restaurantes chinos auténticos, populares, de esos que desconocen lo que es el chop suey o el helado de nata con nueces. Así lo hice en una ocasión, en Kowloon, decidido y presentándome con un sutil gesto de saludo. Ante mi intrusión en aquel espacio de reducidas dimensiones, los tres individuos que allí cocinaban me miraron como si fuera un marciano, pero no objetaron nada por mi presencia. Sobre un suelo resbaladizo, una mezcla de grasa, aceite y agua, se movían con decisión, perfectamente coordinados, atendiendo a las comandas, cruzando mínimas palabras, pero sin dejar de observar de reojo cómo yo iba visualizando con mi cámara. Era un curioso tête a tête de miradas combinado con un lost in translation de libro. Pasado un rato, me senté en una de las pocas mesas desocupadas del comedor alumbrado por neones de luz fría. Al muchacho que me atendió le pedí algo para comer, cualquier cosa. Me respondió en chino mostrándome una carta en chino con fotografías muy libremente interpretables. Así que recurrimos a gestos, a signos, llegamos a reírnos. No le cuesta mucho a un chino reírse y, aunque se ría, vas a seguir sin saber si está contigo o contra ti, por decirlo de alguna manera. Al final me trajo un plato de arroz con vegetales. Me bastaba para reponer fuerzas y continuar. Pero la cerveza que también había pedido no llegó hasta después de que el plato hubiera sido devorado. Con una ración de arroz ingerida a palo seco, aquel primer sorbo de cerveza me supo a gloria bendita.

Pocas cosas resultan tan placenteras como el primer sorbo de cerveza.

Un día, en una charla con mi buen amigo y colega Jaume Gual, hablamos de esa sensación incomparable que produce, en días de calor intenso y húmedo, el primer sorbo de esa cerveza fría y amarga. Es algo único, he llegado a pedir una cerveza solo por la experiencia de su primer sorbo. Un tiempo después, Jaume tuvo el detalle de hacerme llegar un librito de lectura deliciosa, El primer sorbo de cerveza, escrito por el francés Philippe Delerm, editado por Tusquets.

Abusando de la transversalidad de esta historia y en línea con el libro de Delerm, aconsejaría la lectura o re-lectura de Pequeñas Alegrías, de Hermann Hesse. En tiempos como los que corren, no está de más refugiarnos en al valor auténtico de las pequeñas cosas.