Opinión

La tiranía del algoritmo

Destino de caballero es una de esas películas comerciales que hicieron las delicias de los videoclubs a principios de 2000. La cinta, ambientada en el siglo XIV, narra la historia de William, el hijo de un campesino cuyo sueño es convertirse en caballero. No fue particularmente bien en taquilla, pero los años (y el streaming) la han convertido en una película de culto. Dado el frenesí actual por las secuelas, muchos daban por supuesto que Destino de caballero tendría la continuidad garantizada. Pero parece que no será así. La decisión no la ha tomado un alto ejecutivo de Hollywood. Ha sido cosa de los algoritmos. O al menos así lo cree Brian Helgeland, el director de la película original. Helgeland llevaba años tratando de colocar dos ideas para una posible secuela. En una de ellas Destino de caballero 2 se convertía en una aventura épica de piratas y la otra se centraba en las peripecias de la hija de William. Sony (productora original de la película) rechazó el primer planteamiento. A Netflix le llegó la segunda propuesta y tampoco prosperó. Su negativa es incomprensible para el director. «Según tengo entendido, probaron la (segunda) idea de secuela con sus algoritmos, y estos concluyeron que no tendría éxito. Mientras tanto Destino de caballero parece volverse más popular cada año que pasa. Esto es lo más extraño».

¿Tan precisos son los algoritmos de Netflix como para concluir con tal rotundidad que un contenido no interesará a su audiencia? La respuesta a esta cuestión no es sencilla. Netflix siempre ha declarado que las decisiones de contenidos son el resultado de un proceso en el que confluyen datos e «intuición inteligente», en palabras del primer CEO de la compañía, Reed Hastings, en 2016.

Los algoritmos no funcionan como un predictor del éxito. Lamentablemente, para Netflix la ciencia de los datos no es tan sofisticada, aunque les da alguna ventaja. La compañía acumula una gran cantidad de conocimiento relacionado con las preferencias de los usuarios. Y esta información les permite identificar a aquellos clientes que, potencialmente, estarán interesados en un contenido en particular. Es decir, Netflix no dispone de una máquina capaz de evaluar si la combinación de todos los elementos de una película le confieren una mayor o menor probabilidad estadística de triunfar. Los algoritmos se limitan a constatar que los intereses a los que apela en esa película están presentes en una masa de audiencia lo suficientemente amplia como para que sea rentable.

La mano invisible de los algoritmos se aprecia en una fase posterior a la autorización de proyectos: las recomendaciones. Es aquí donde estos procesos automatizados se encargan de coger un título y presentarlo de la forma que esté más alineada con los gustos de cada usuario para impulsar el éxito. Fotos de presentación, etiquetas, la escena que se reproduce cuando detienes la navegación sobre un contenido, el género bajo el cual te presenta un título... Netflix tiene sus trucos para encerrar nuestra navegación en una red de arrastre.

El director atribuyó el rechazo a los algoritmos, pero la negativa tiene un motivo mucho más simple: el dinero. Sí, ahora a Netflix los anunciantes le reportan ingresos, pero su cuota de clientes mayoritaria es de su plan con publicidad. Por eso vive de la captación y retención de clientes. Y cada contenido debe cumplir un objetivo muy claro: o bien generar muchas horas de visionado (para retener clientes) o generar tal resonancia que sea capaz de provocar que los que no son clientes quieran serlo. No tengo ninguna duda de que si Heath Ledger siguiese vivo y estuviese vinculado al proyecto otro gallo cantaría. El fan acérrimo es capaz de pasar por encima del temor a que una secuela destruya el buen recuerdo de la película original y rendirse a la curiosidad de lo que una nueva entrega tiene que contar. Pero difícilmente el viento soplará a favor de un proyecto que carga con el agravio comparativo. Netflix no siempre acierta. Al contrario, se equivoca con frecuencia. Pero sin duda repasa minuciosamente los datos para que todas las inversiones sean lo más eficientes posibles. Detrás de las decisiones más incomprensibles siempre parece haber un argumento económico para defenderlas.

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