Opinión | Limón & vinagre

por josep m. fonallerascantante

Sílvia Pérez Cruz | La gota de la esencia y los arabescos

Sílvia Pérez Cruz

Sílvia Pérez Cruz / Jordi Otix

Recuerdo la primera vez que oí cantar a Sílvia Pérez Cruz. No era tan conocida como ahora. De hecho, se puede decir que el número de seguidores que tenía era reducido y se concentraba en los fans de unas chicas, alumnas de la ESMUC, que habían formado un grupo que trabajaba el flamenco con aires renovados. Se llamaban Las Migas y SPC cantaba y tocaba la guitarra. Aquella noche de otoño, en la inauguración del Festival Temporada Alta de 2009, SPC subió al escenario en solitario y, en el estreno de la obra El jardí dels cinc arbres, un homenaje de Joan Ollé a Salvador Espriu, deslumbró a todo el público con dos o tres piezas musicadas a partir de poemas. A la salida, nadie hablaba del montaje o no se referían a él con el entusiasmo que tenían a la hora de ensalzar la voz de aquella chica de 26 años que les había conmovido.

He tenido la oportunidad de volver a oírla unas cuantas veces, en escenarios muy pequeños. En un concierto íntimo, en el Molí de l’Escala. O en una singular combinación entre música y vinos, una cata que dirigió Josep Roca y en la que SPC y el cuarteto de cuerda Gerió establecían paralelismos entre los dos universos. Pitu Roca nos ofreció una gota (una gota: apenas el aroma evanescente de un instante) de la bota centenaria de un vino oloroso de Jerez. La madre de ese vino, el poso. Depositada sobre la muñeca. La olías, mientras la cantante dibujaba arabescos, también evanescentes. Puede que Sílvia Pérez Cruz -su voz, las composiciones, la relación que mantiene con la creatividad- se asemeje a aquella ceremonia ritual: la concentración de todas las esencias, la capacidad de transmitir nuevos registros musicales, la sabiduría y la sensibilidad recluidas en una historia particular, reducidas a lo esencial.

Sílvia Pérez Cruz, en el momento de la sorpresa inicial, en el formato reducido, se apodera del ambiente y es capaz de crear una atmósfera que muchos (sin esforzarse demasiado) calificarían de mágica. Me imagino que las primeras actuaciones de aquella niña de Palafrugell que apenas empezaba a cantar, de la joven que acompañaba a su padre, con doce años, en la taberna La Bella Lola de Calella, fueron una especie de estremecimiento para todos los asistentes. Después, con una educación particular en sensibilidad (gracias a la madre) y con el bagaje de los años de estudio en la ESMUC (solfeo, saxo, piano, cajón flamenco, jazz, improvisación, composición, canto...), la carrera de la cantante se disparó, en buena parte debido a una curiosidad permanente y al esfuerzo por variar de registros. Sería interminable hablar ahora todos los galardones, los reconocimientos, los premios que ha recibido. Y también sería una empresa difícil recordar todos los campos que ha tocado, todos los mundos que ha vivido. Música, claro, pero también cine, teatro, colaboraciones, performances en museos, melodías, bandas sonoras, giras por todo el mundo. SPC ha acabado siendo una artística ecléctica, pero con el perfume permanente de esa gota de esencia que identifica, al fin, su estilo.

Intensa existencia

Lo ha demostrado ahora, en la inauguración del Festival Grec. Tres horas de actuación en un concierto -Circular- en el que ha hablado de la infancia y de la adolescencia, de la madurez y el retorno, de la vejez y la muerte, del renacimiento. Ella misma dijo, en la memorable noche del estreno, que parecía la celebración de sus cien años. Seguramente porque interpretaba el compendio, tan joven, de una intensa existencia. Vestida de amarillo freedom yellow, vestida de noche (como la metafórica, emotiva canción compuesta por sus padres), recurrió a la intimidad y a las amistades (a los duetos), sin abandonar el concepto de espectáculo majestuoso (cuando dirigía el coro de los viejos conocidos de Palafrugell) o, en conjunto, a lo que ella misma califica como la «gente guapa» y «las cosas preciosas».

Hay un punto de amaneramiento, en Sílvia Pérez Cruz, que es compañero de viaje de su apariencia sencilla. Los ornamentos vocales y los gorgoritos, por ejemplo, de Gallo negro, gallo rojo o de Alfonsina y el mar; el extremo dramatismo, pongamos por caso, de Em moro, con Salvador Sobral, exasperan a más de un espectador. Por no hablar de los comentarios de almíbar que acompañan sus cantos. Los hay que no soportan tanto azúcar y tanto piar. Va como va. Quizás todo provenga de la niña impregnada de poesía y belleza, de un cierto sentimiento trágico de la vida y del amor pasado por la criba de los gorgoritos vocales.

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