Opinión

¿Quedarse sola con un hombre o con un oso?

Hace semanas hubo una encuesta viral en Tik Tok. La pregunta estaba solo dirigida hacia mujeres: ¿Si te encuentras o tienes que quedarte sola con un oso o con un hombre desconocido, cuál elegirías? La respuesta mayoritaria fue «el oso». Diversos medios, como la CCN, lanzaron también la pregunta a la calle a otras mujeres. Y la respuesta fue la misma. No era una mera coincidencia, sino el cómo hay experiencias comunes por ser mujer a pesar de diferentes países.

Muchas no solo daban una respuesta a secas. Hemos aprendido a justificarnos por nuestras decisiones antes de ser mal vistas. Había quien decía que no se fiaba de un «hombre desconocido», pero otras respondían que preferían el oso incluso con hombres conocidos por haber vivido traumas con parejas violentas, padres, abuelos o tíos que abusaron de ellas en la infancia o adolescencia. «Yo he tenido al oso dentro de casa», matizaba una. Pero, la justificación más repetida era «prefiero el oso porque si me agrede o me mata, me van a creer».

Esa es la demoledora realidad detrás de esta encuesta. No va del oso en sí, sino de esa losa pesada que arrastramos. De la incapacidad de las mujeres de ser creídas cuando han sido dañadas, maltratadas o violadas. Ya pueden pasar siglos o desarrollarse leyes específicas que, en la cultura machista social, la credibilidad de las víctimas suele ponerse en cuestión pública. Porque durante décadas se ha tenido la idea y el estigma de la mujer aprovechada, de que se lo inventa, de que exagera, de que son misóginas y decenas de excusas más. Todo por no querer asumir el fondo del debate.

Lo interesante fue que, días después de ser lanzada esta encuesta, hubo mujeres que realizaron la misma pregunta a los hombres. En concreto, a parejas y, sobre todo, a padres. La personalizaban a sus circunstancias. Se les cuestionaba: «si tu pareja o tu hija se tiene que quedar a solas con un oso o un hombre desconocido, ¿cuál elegirías?» Y aquí las tornas cambiaban, en esa idea de que esto ya no iba de mujeres, en general, sino de «mis mujeres». En esa empatía personal, al final, muchos respondían lo mismo que ellas habían manifestado o dudaban de hombres como ellos. Reconocían sus dudas y otros comprendían que «el oso» hubiese sido una elección mayoritaria.

Esta última encuesta a la población masculina se hizo porque hubo quien se sintió ofendido por la pregunta (y, advierto, los osos no se ofendieron). Ironías aparte, el fondo de aquellas protestas se concentraban en perfiles para los que la vulnerabilidad de las mujeres, solo por serlo, es un mito. Esto ha ocurrido otras veces antes, como cuando las mujeres han pedido espacios privados para ellas y han sido insultadas o señaladas de misandria o de todas las fobias posibles. Pero nadie pensaba en el historial de muchas de esas mujeres, en las experiencias dolorosas o traumáticas que han vivido y que les hace reivindicar esos espacios de seguridad para ellas. Ya no de una seguridad ni siquiera física, sino psicológica, por no sentirse intimidadas. Pero el gran problema de fondo radica en que no nos escuchan. Se minimizan nuestras experiencias, se desvalorizan nuestros relatos, y se condenan nuestras denuncias solo por hablar. Y así es imposible porque desautorizan nuestras palabras sin opción a cambios.

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