Opinión | Las cuentas de la vida

Kafka en verano

Kafka

Kafka / Pablo García

Sigo con Kafka en el centenario de su muerte. Concretamente con sus aforismos, brillantes, precisos, enigmáticos, que acaba de publicar entre nosotros la editorial Acantilado. «Tú eres la tarea. Ningún alumno a lo largo y ancho», escribió en la localidad bohemia de Zürau, señalando que no hay distinción entre el camino que emprendemos y la propia vida. No tenemos una tarea, sino que nos hacemos al avanzar y al enfrentarnos con la realidad. Las dificultades del sendero se hacen patentes en otro pensamiento de una plasticidad maravillosa: «Como un camino en otoño: apenas queda bien barrido, se cubre otra vez con las hojas secas». Nos remite a una característica esencial del judaísmo, que es la fidelidad extrema a esos raros momentos de luz, de sentido, recibidos a lo largo de una vida. Ser fiel consiste en recordar una y otra vez aquel sendero despejado, antes de que el barro, las lluvias y las hojas muertas lo hagan de nuevo irreconocible.

En cambio resultan obsesivas sus reflexiones acerca del bien y del mal. Así, el aforismo número 30 advierte: «El bien es en cierto sentido desconsolador», conduciéndonos a otro pensamiento de carácter sapiencial: «El mal sabe del bien, pero el bien no sabe del mal» o a este otro, enigmático: «Sólo el mal se conoce a sí mismo». Kafka percibía con dolor la impotencia del bien frente al mal, impresión que se acentuará, ya después de su muerte, con la Shoah y la angustiosa pregunta por la humanidad ante los campos de exterminio. El poder del mal es temible y apenas admite escapatoria. A este respecto, el siguiente aforismo es particularmente certero: «Cuando uno ha acogido al mal en su interior, ya no exige más que creamos en él». De hecho, rara vez somos conscientes del mal que cometemos, puesto que damos una justificación ética a su presencia en nuestra vida. El mal, diríamos, es el espacio que compete al adversario o, en todo caso, al otro. Por supuesto que no se presenta de entrada como la fealdad, sino que nos tienta con la belleza o el bien. El precio a pagar será alto: «Al mal no se le puede pagar a plazos –y se intenta sin cesar–», leemos en el aforismo 39. Y, aún más inquietante: «No dejes que te hagan creer que puedes ocultar secretos al mal». Asombra esa idea de omnipotencia que maneja Kafka. El peso de la gravedad –de la Caída– desdibuja la esperanza.

Sin embargo, uno de los aforismos más hermosos apela directamente a aquello que nos hace humanos. Es el número 46 y dice así: «La palabra sein significa en alemán ambas cosas: «existir» y «pertenecer a alguien». La idea es sugerente y propone un doble vínculo entre la existencia y la pertenencia. No somos autónomos, nadie se salva a sí mismo, sino que es en la copertenencia como nos humanizamos; como crecemos, nos desarrollamos y llegamos a saber realmente quiénes somos. El sentido relacional de la palabra persona ya nos hace intuir esta verdad. Lo ilustra a la perfección el noruego Erik Varden al señalar que, en griego clásico, el hombre pasa a ser persona cuando dos miradas se encuentran. Es decir, cuando se le reconoce y empieza a pertenecer a alguien. Esa es también «nuestra tarea»: convertir la vida en pertenencia.

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