Opinión | Las cuentas de la vida

Oportunidades perdidas

Ilustración: Oportunidades perdidas

Ilustración: Oportunidades perdidas / DM

El mercado laboral español presenta dos peculiaridades destacables: la primera es que soporta el índice de paro más elevado de la Unión Europea; la segunda es la escasa calidad del empleo o, lo que es casi lo mismo, su precariedad y la insuficiencia de los salarios. Históricamente, se ha achacado esta lacra al limitado rendimiento de la economía española, más ligada –tal vez– a la estructura empresarial del país que a su capital social. La falta de densidad de nuestro tejido industrial frente a la solidez del norte continental se mide no sólo en términos de empleo, sino de calidad de vida. Y a ello se añade el impacto deslocalizador de la globalización, que los nuevos empleos limpios del I+D no han contrarrestado tan fácilmente como se creía. En gran medida, el retorno de los populismos políticos se debe también a la carencia de puestos de trabajo asociados a la industria manufacturera, que garantizaban estabilidad y buenos salarios. El malestar de los ciudadanos es previo a la radicalización de la política. Al igual que el pesimismo ante el futuro.

El último informe de la OCDE ha vuelto a recalcar que los salarios reales ceden en España ante la inflación. Tomado uno por uno, cada español es más pobre que antes de la pandemia –un 2,5 % según los datos oficiales, pero seguramente más–. Esta es una percepción bastante compartida, sin necesidad de que la estadística la avale. Pero se trata sólo la punta del iceberg. Hay tres gastos clave que dejan desmantelado cualquier patrimonio medio. El primero y principal es el drama de la vivienda en ciudades o regiones con un importante dinamismo laboral: un drama ya doble, que afecta tanto a la compra como al alquiler. En segundo lugar, se encuentran los gastos asociados al cuidado de la salud y a la vejez. Y finalmente hay que referirse al gasto educativo, sometido a una hiperinflación en todas sus etapas, sin dejar de sumar las clases de refuerzo extraescolar y la industria de los grados y posgrados. No son los tres únicos dispendios a tener en cuenta (pensemos en el coche, convertido no sólo en artículo de primera necesidad sino también en objeto de lujo), pero sí los más determinantes en la erosión de las clases medias españolas. Su alternativa, una economía próspera y productiva capaz de impulsar un mercado laboral saneado, aún no se divisa en el horizonte.

Por supuesto, la riqueza social no se improvisa. Es, por un lado, deudora de la herencia familiar y, por otro, resultado de un trabajo bien hecho durante años y décadas. Exige optimizar el capital humano, creer en el valor redentor de la alta cultura, consolidar de determinadas virtudes –como la laboriosidad y el ahorro–, desregularizar los mercados, apoyar a los emprendedores, así como la solidez de las instituciones, la estabilidad macroeconómica y la calidad de las infraestructuras. Y, finalmente, requiere un marco fiscal amable y competitivo, capaz de atraer y retener las inversiones.

España ha gozado, a lo largo de estas últimas décadas, de ventanas de oportunidad ideales para asumir la ambición de este reto. La última quizás se ha abierto con la llegada de los fondos europeos, a pesar de que la atmósfera política está teñida ya de una sentimentalidad posliberal que no favorece en absoluto las grandes políticas de consenso. Oportunidades perdidas que no deben conducirnos a la melancolía. El futuro se construye cada día. Y nuestro país no puede seguir perdiendo una ocasión tras otra.

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