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Julian Assange es periodista, y no como otros

En un primer recuento, se necesitan menos informadores dispuestos a elogiar a Assange y más profesionales comprometidos a imitar su ejemplo 

Julian Assange, a la salida del juzgado de Saipán.

Julian Assange, a la salida del juzgado de Saipán. / EFE/EPA/SAMANTHA SALAMON

Julian Assange es un tipo insoportable. Profundamente antipático, prepotente y sabelotodo, ha pavimentado su trayectoria con un reguero de enemigos. Su íntimo colaborador Daniel Domscheit-Berg lo define en Dentro de Wikileaks como «un emperador hambriento de poder». Alan Rusbridger, legendario director de The Guardian, describe en sus memorias el infierno de los contactos previos a la publicación de los cables obtenidos por el ególatra de la soldado Chelsea Manning, y que aniquilarían el crédito de la diplomacia mundial.

Nils Melzer, relator especial sobre la tortura de Naciones Unidas y pieza esencial en la peripecia del ciudadano australiano que describe en El proceso de Julian Assange, considera que el carácter deplorable del padre de Wikileaks está relacionado directamente con su calvario. Antes de convertirse en el eje de la presión internacional que salvó a Assange de las vengativas garras de Washington, el abogado suizo resume su prejuicio inicial en que «para mí, como para la mayoría de gente en todo el mundo, Assange era solo un violador, hacker, espía y narcisista».

Pese a los precedentes anotados, es un momento oportuno para destacar que Assange era menos peligroso para Estados Unidos que la continuidad de Joe Biden en la Casa Blanca. De paso, y una vez que se ha instalado el consenso de que el recién liberado es solo un periodista, tal vez sea el más relevante de la historia. De ahí que el activista subrayara su salto a la fama, con el vídeo Asesinato Colateral, prologándolo con una cita de Orwell. «El lenguaje político está diseñado para que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato respetable, para dar una apariencia de solidez al mero aire». En efecto, Assange solo se codea con los mejores. Tras la presentación literaria de la grabación extraída en un CD de Lady Gaga, la matanza de civiles desde un helicóptero americano en Bagdad.

Si la actividad de Assange se define como periodismo, debería existir un contingente apreciable de practicantes de dicha disciplina dispuestos a someterse a la tortura que ha padecido el fundador de Wikileaks. La liberación y el reconocimiento del disidente tendrían que repercutir en una oleada de periodismo de alto riesgo, capaz de enmudecer a los poderosos en todos los ámbitos, pero ningún síntoma avala esta presunción.

Assange es periodista, y no como otros. De hecho, su trabajo confronta la honda raigambre del periodismo dominante, donde a menudo cuesta distinguir si habla el abajo firmante o el ministro que le inspira, hasta tal punto es fácil distinguir la mano que mece la pluma. En un primer recuento, se necesitan menos informadores dispuestos a elogiar al súbdito australiano, y más profesionales comprometidos a seguir su ejemplo. En la dilatada prosa celebratoria de la liberación, no siempre se aclara qué ha de sacrificar un profesional para preservar sus principios. Sigue dominando el «mero aire» orwelliano.

La relevancia de Assange llega al extremo de que procesarle era tan peligroso para Estados Unidos como llevar ante el juez a Osama bin Laden, con el riesgo de que el padre de Al Qaeda expusiera sus argumentos en público. Sin embargo, para Washington era más fácil matar al terrorista que al periodista encerrado en Belmarsh, de ahí la saña extrajudicial desplegada contra el segundo. La persecución interminable formaba parte del efecto disuasor perseguido. Era importante que los continuadores de su tarea como Edward Snowden supieran a qué se arriesgaban. De hecho, los imitadores no han proliferado o están muertos en países que han liberalizado el asesinato de Estado, como Alexei Navalni.

El impacto logrado por las revelaciones masivas de Assange no estuvo nunca a la altura de su aportación histórica. La venganza del narcisismo ha consistido en que la imagen lánguida del periodista supere en simbolismo a su trabajo. La repercusión amortiguada ha beneficiado a los funcionarios judiciales españoles que, según los cables diplomáticos girados entre la embajada estadounidense y Washington, estaban dispuestos a abdicar de sus funciones a cambio de una palmada en el lomo. Acompañada de una jugosa gira por Estados Unidos. Ninguno de ellos fue incomodado por borrar la frontera entre lo público y privado. Tampoco se registraron los daños de envergadura anunciados para la seguridad del planeta. Desde esta semana, el único condenado es Assange, felizmente en libertad gracias a la justicia británica que remoloneó con la extradición.

La euforia desatada ha disimulado contribuciones menos gloriosas de Wikileaks. Por ejemplo, al divulgar en 2016 las comunicaciones privadas de los líderes del Partido Demócrata, una decisión que probablemente le costó la presidencia a Hillary Clinton. El advenimiento de Trump reafirma a Assange como el periodista más importante de los tiempos modernos. Además de un tipo insoportable.

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