Opinión

Los que nos enseñaron

Colección de insectos.

Colección de insectos. / unsplash

Guardo en estado aceptable mi colección de insectos y la de minerales –ésta más fácil de conservar, ya saben, las piedras–, hechas ambas cuando tenía doce o trece años. La de Botánica, se deshizo ella sola. En un estante cercano están el libro de Ciencias Naturales de 3º de bachillerato y un cuaderno grande, de espiral, con los apuntes de la misma asignatura. Sus tapas son color verde-mar y en el ángulo inferior derecho está impreso el escudo del colegio. De aquellos años de Montesión conservo algún manual de latín, los apuntes de Historia –también el manual de Historia de la Iglesia–, los de Arte (que incluyen los de Música) y muy cerca, los de Cine. Lo digo porque no es que lo guarde todo, ni mucho menos. Pero la asignatura que conservo más completa es la de Ciencias Naturales: colecciones, apuntes y libro de texto, todo como si fuera ayer y tuviera que examinarme hoy. Porque, aunque me haya dedicado a lo que me he dedicado en esta vida, las Ciencias Naturales siempre han estado ahí, como sus recuerdos en una estantería a mano.

Quiero decir, por ejemplo, que tanto Linneo como Humboldt –ellos y su obra– han sido personajes importantes en mi manera de entender y disfrutar la vida. Como lo ha sido Jünger, que coleccionaba coleópteros, y, aunque menos, la afición de Gerald Durrell en su descubrimiento de la naturaleza mediterránea. Conservo con gran aprecio una Enciclopedia de Ciencias Naturales que editó Bruguera y mi padre me regalaba fascículo a fascículo, por no hablar de otras cuestiones menores: desde álbumes de cromos a fragmentos zoológicos. Pero más allá de mi tendencia natural por estas cosas, en su sistematización –y aquí vuelve a aparecer Linneo– hay un nombre que fue ejemplar: el padre Feliu, artífice del cuaderno verde-mar y agente provocador de la colección de insectos, minerales y botánica. Con los años, algunos le llamaron Sebastián, o Sebastià Feliu. A mí sigue gustándome lo de padre Feliu que, como dicen los franceses, viene de morirse esta semana.

El padre Feliu era un hombre apasionado por su asignatura, que complementaba con sesiones de diapositivas –él las llamaba filminas– y excursiones por la isla. Sus alumnos le llamábamos Bismuto o Bishmutto, como si fuera un emperador japonés, por su forma de pronunciar la ese y su afición mineral por el bismuto, que citaba a diestro y siniestro, no recuerdo muy bien por qué. Lo que sí recuerdo es que era un hombre bueno en el sentido machadiano de la palabra bueno, limpiamente bueno, y digamos que la bondad pura no es un rasgo habitual de lo jesuítico. Él lo era: jesuita y bueno. Como lo eran, también, el hermano Marzal y el padre Sabater. O el padre Casasnovas (éste ya directamente, santo). De haberlos conocido Voltaire, no habría podido escribir sobre la orden ignaciana como lo hizo.

Tenía una motocicleta algo descacharrada y la montaba con la misma alegría infantil con la que encaraba la vida o su forma de tratar a las chicas cuando aparecieron por el colegio para cursar COU. Porque el padre Feliu conservaba una rara inocencia en el mundo de los adultos y esa inocencia sí que era digna de conservarse en un museo de Ciencias Naturales. Como si no hubiera necesitado madurar del todo y al mismo tiempo gozara de una madurez distinta y aplicable desde el sentido común en aquello que le interesaba. Así fue, al menos, para los de mi generación. He pensado algunas veces en esa virtud suya y la asocio tanto a su personalidad –la que él mismo forjó– como a una cuestión familiar. Al hecho de pertenecer a una familia grande en número y a estar en ella –y contar con ella– pese a haber elegido el camino de la vocación, es decir, de la soledad. De todos nuestros profesores de la orden, sólo él y el padre Marqués nos hablaban de su familia. Quiero decir que su familia existía y la hacían presente y compartían de algún modo. Tampoco esto era lo habitual y en el padre Feliu, en cambio, era tan natural como la existencia de los lepidópteros o la conservación de las aves. Teníamos entre doce y trece años cuando lo conocimos y nos dio clase. Ha pasado más de medio siglo y nuestro mundo –aquel donde nos hicimos– se está yendo o se ha ido. Las personas como Sebastián Feliu –el padre Feliu– lo hicieron mejor de lo que era y tiene cierta lógica que vayan desapareciendo en este tiempo que muy poco tiene que ver con lo que hemos vivido.

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