Opinión

Una opinión particular (y solitaria)

Cuentan que el cardenal Albareda le pidió al gran Batllori, el padre Batllori SJ, de quien tengo cerca sus Obras Completas, una explicación sobre el Opus Dei, y Batllori –que además de culto e inteligente debía de ser hombre ingenioso– le contestó: ‘Monseñor, cómo explicarlo: los miembros del Opus tienen todos nuestros defectos y ninguna de nuestras virtudes’. Verdad o no, siempre hubo cierta antipatía latente entre unos y otros y aún recuerdo un café con dos jesuitas en casa de mis padres cuando acababa de ser elegido Papa Juan Pablo II. En aquel momento desconocía las afinidades del nuevo Papa y su devoción por la Obra, pero la deduje pronto, pues ninguno de aquellos jesuitas –que parecían estar al cabo de la calle– se refirió al nuevo Papa como el Papa y menos aún como Juan Pablo II. Como si no aceptaran –al menos en ese momento– su autoridad. Todo el tiempo usaron su apellido para referirse a él: Wojtila o Woytila, como prefieran. En alguna ocasión me sonreí al pensar que parecía que hablasen de uno de los reyes godos.

Al revés también ha ocurrido con otros. Digamos que los franciscanos lucían por lo bajo una cierta rivalidad –académica al menos– con los jesuitas y que la proximidad física de ambos colegios en Palma no ayudaba. Pero eran ellos los que la padecían, nosotros, los alumnos de los jesuitas, estábamos a lo nuestro y no hacíamos caso; en realidad ni nos enterábamos y lo hemos comprobado años más tarde. Por eso me pareció un atrevimiento impertinente que un franciscano, por muy ‘presidente de los religiosos’ (sic) que fuera, opinara sobre las tensiones que se han vivido alrededor del colegio de Montesión y su vaciado y alquiler.

Decía el buen hombre que los jesuitas podían vender el colegio y lo subrayaba con un argumento tan tontín como simplón: ‘porque lo han pagado’. No sé a qué esperan para darle el Honoris Causa en Economía por la universidad de Deusto –que es de origen jesuítico–. Luego calificaba a la asociación de antiguos alumnos de ‘injustos y mordaces’ y en esa exageración –por lo de mordaces lo digo– no voy a entrar porque, aunque sea antiguo alumno del colegio –casi diez años de mi vida– no pertenezco a dicha asociación. Ni a esa ni a ninguna otra, por carácter quizá, o quizá porque los jesuitas que nos formaron, apostaban más por el individualismo que por lo colectivo (ya decía san Ignacio que la vida en comunidad era el mayor sacrificio). Nunca he pertenecido –me resulta imposible casi ontológicamente– a ninguna asociación o partido político, secta, colegio profesional o grupo de presión. Mal que bien he sobrevivido. Pero el franciscano, por muy presidente de los religiosos que sea, repito, no debería haberse metido en ese jardín: ni le pertenece, ni es quien y es probable que haya sido utilizado por algún jesuita de esos que Voltaire tildaba de maniobreros, como defensa externa teledirigida para neutralizar las críticas. Nadie le había dado vela en este entierro.

Es evidente que la orden puede hacer con su patrimonio lo que le parezca –y puestos a transformar en laico el edificio, pienso que el empresario Víctor Madera es una opción óptima–, pero el caso Belorado –o el caso Jerónimas– nos pilla cerca y aunque sepamos que los supervivientes de Montesión aceptarán su destino –no quedan fuerzas ni poder para otra cosa–, no habría que olvidar algo que nadie –repito: nadie– ha dicho: San Ignacio fundó la Compañía de Jesús con carácter militar y lo que decida la superioridad se acepta en el primer tiempo del saludo. O sea, firmes y con la mano en la visera. Así fue y así ha sido siempre. No en vano no hay Superior, sino Padre General, no hay aulas, sino brigadas y no hay –o no había– más méritos que los del Imperio Romano y se llamaban dignidades. Por no hablar del Prefecto, los Cruzados y otras instituciones que vivimos en el colegio sin extrañeza alguna. Por tanto, era una ilusión peliculera, no sé de quién, pensar que un grupo de jesuitas mayores iba a desobedecer: ni que estuviéramos en La Misión. Y ahí también han sobrado la actitud y las palabras chulescas tanto del padre provincial como del delegado de los jesuitas, reafirmando sus planes y objetivos como si estuvieran en plena guerra de guerrillas y demostrando –sólo por el tono, o tonito, de sus palabras– que no había el más mínimo rastro de afecto hacia el que fue el colegio más antiguo de la Compañía, muy querido, además, por una parte de la sociedad palmesana en proceso de extinción. El sentimentalismo nunca ha sido condición jesuítica: ni con ellos, ni con sus alumnos, ni con nadie; cuidar de los que fueron suyos no es su especialidad. Con lo maravilloso que hubiera sido el silencio, aunque también es cierto que el jesuitismo –y su parte de soberbia, que la tiene y no pequeña– está bastante impedido para ese silencio. Si fueran cartujos o benedictinos, tal vez…

Pero todo esto viene de lejos. Hace algunas décadas llegó a Montesión la persona que desarticuló el colegio tal como había sido hasta entonces. Y comenzó con la piqueta nietzschiana, a socavarlo. Y hace mucho menos llegó quien iba a cerrarlo: desarrolló su labor en poco tiempo y luego marchóse con nocturnidad y alevosía. Ambos llevaban la inicial M y la final T en su apellido y si no los nombro sólo es porque encuentro más bonito contarlo así, como jugando a la cábala o a un jeroglífico envenenado. La M por cierto de Montesión y la T que lleva dentro, pero en fin, esto es sólo una crónica y otros escribirán –si lo hacen– la suya. Los dragones que aparecieron hace poco –lean mi artículo de 10 de marzo en estas páginas: Hic sunt dracones– sabían porque abandonaban su letargo, tan invernal como secular, y volvían a dejarse ver en todo su esplendor. En cuanto a la enseñanza, donde los jesuitas destacaron durante siglos, en el siglo XX perdieron la batalla frente al Opus Dei.

Lo que queda ahora en la calle de Montesión es una metáfora de lo mismo.

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