Opinión

El nombre del cacao

Las monjas clarisas del Monasterio de Belorado, en una imagen que han difundido en las redes sociales.

Las monjas clarisas del Monasterio de Belorado, en una imagen que han difundido en las redes sociales.

Esta semana se han unido varias noticias que han despertado la fantasía popular de una sociedad, como la nuestra, de tradición católica. El azar ha querido que haya resurgido el caso del convento de las Jerónimas al mismo tiempo que el llamado cisma de las clarisas de Belorado –popularmente conocidas como las monjas chocolateras–, y de refilón, el anuncio de la posibilidad de que en el monasterio de Lluc se cree una especie de parador con spa y todo. Si esto no es el acabóse, ya me dirán.

Como lo del spa siempre mueve a otras delicias turcas, habría que separar el grano de la paja en todas esas noticias, sin olvidar que no son más que eslabones de otras muy recientes: desde que en el asunto de las Jerónimas se hablara de secretas aspiraciones hoteleras –recuerden que algunas voces situaban al obispo de entonces, pillado en un asunto, digamos que complicado, como una de las cabezas de la trama– hasta las recientes operaciones sobre Montesión y su metamorfosis en residencia con exilio –esperemos que efímero y breve– de san Alonso Rodríguez, nuestro santo.

Quizá sea otra fantasía, pero llegamos a un punto en el que parece que un sector de la Iglesia se hubiera refugiado en los asuntos inmobiliarios para salvar el barco lleno de vías de agua y uno piensa en El Padrino III y recuerda cómo se llamaba allí la trama económica que unía mafia y Vaticano por los puntos sueltos: ‘Inmobiliari’. Visionarismo del tándem Puzo/Coppola, pero desde aquí se ven los zopilotes que sobrevuelan sobre sus cabezas, tonsuradas o no y me parece estar oyendo al gran Cristóbal Serra: ‘Signos, todo son signos…’ Para añadir después: ‘te particip que tot això ja està anunciat a s’Apocalipsis’. Y poniendo cara de falsa duda: ‘Vamos… me parece a mí’.

Pero he hablado de tradición católica y en un momento que, aunque haya cierto rearme de base, esa tradición no va muy boyante en España, el llamado cisma de las Clarisas de Belorado ha interesado más que cualquier otra noticia nacida del gabinete Sánchez o su opuesto. Desde la curiosidad, el humor, el cachondeo de mal gusto, la pena y otros sentimientos dispares, da la impresión de que el país sigue en vilo las noticias del monasterio, sus asuntos económicos, la fama de sus trufas y bombones y la compañía de esos dos personajes con sotana salidos de no se sabe dónde, que las acompañan. La televisión se ha convertido en uno de aquellos campamentos que se establecían alrededor de los muros de los monasterios medievales en una especie de cristianismo parasitario –más parasitario que cristiano– y todo tipo de programas se hacen eco del asunto como si fueran corresponsales baratos de L’Osservatore Romano. Todo es de pacotilla y hay en tanto lío informativo más paganismo dinerario –publicidad para la cadena– que otra cosa.

Mientras tanto los inefables y oscuros personajes del falso obispo y el llamado cura coctelero van tejiendo su tela –que no sabemos cuál es ni qué objetivo tiene– mientras, dicen, ayudan a las monjitas. De momento ya son tan conocidos como el obispo del Palmar en sus buenos tiempos de copitas de jerez y accidentes de tráfico. Por cierto: ¿de dónde sale la afición paternalista a utilizar el diminutivo cuando se habla de monjas?

Estos días, desde una autoridad tan ficticia como postiza e inspirados, imagino, por el perfume del cacao azteca, hemos oído cómo estos personajes de un Valle-Inclán posmoderno repudiaban a todos los Papas a partir de Juan XXIII. Sólo salvaban a Pío XII, y se supone que a sus antecesores y miren que los había como para darles la espalda. De un plumazo han abominado de un siglo de papado como quien se quita unas motas de polvo de la sotana y se erige en la voz de la única verdad. De ahí que la palabra cisma se haya enseñoreado del asunto, con trufas o sin ellas. Una verdad a la que parece que las clarisas se han sumado con tanta alegría como tonterías varias en Instagram. Todo en pos de un falso obispo excomulgado y su ayudante de verbo irritado. El primero dice que es duque imperial y cinco veces Grande de España en un alarde de tanta pretensión como ignorancia supina y al segundo, en fin, le cae muy bien la sotana.

Pero me equivoco con Valle-Inclán: la sospecha es que el guión sea obra de un pésimo discípulo de Boadella y al final, con los aplausos, estallen los pitos, el pateo y las risotadas. Y a otra cosa, que esto va así y es un no parar.

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