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Los camareros y turistas son intercambiables

Al observar un hotel, restaurante o chiringuito, bastaría con vestir un poco mejor a los clientes para que sirvieran a los empleados sin ninguna variación en el cuadro

La mayoría de los candidatos a las elecciones catalanas, las últimas relevantes porque las europeas solo activan a los adictos, coincidían en la denigración de la actividad fundamental del turismo, que es el servicio. A mayor juventud del aspirante a la Generalitat, se radicalizaba su discurso de «no queremos una Cataluña de camareros», o «el futuro de nuestros jóvenes no ha de ser la preparación de gin tonics». Al margen de que puedan encontrarse actividades laborales más infamantes que la hostelería, la insistencia en el mensaje demuestra que el riesgo de una España de sirvientes es real.

En su mejor momento económico, el turismo se hunde intelectualmente. No tiene quien le defienda, hasta los hoteleros admiten y denuncian la turismofobia, a condición de que se culpe del pánico al alquiler por Airbnb. La «industria de los forasteros», definición acuñada en Mallorca a principios del siglo XX, propicia elogios encendidos de quienes no la sufren, aunque se benefician monetariamente de ensalzarla.

Instale este verano en un apartamento junto a un disco pub a un apóstol del «cuidado con dañar nuestra mayor fuente de riqueza», y habrá creado a un turismófobo redomado. La «industria sin chimeneas», el término que sucedió a la anterior definición industrial, contamina más que la siderurgia. De España a Alaska, por citar el último rincón del mundo en frenar los cruceros.

El rechazo a servir, unido a la avidez por cobrar el servicio, han propiciado un experimento antropológico. No requiere mayor presupuesto que unas dotes de observación elementales. Al examinar cuidadosamente las estampas que se registran en un hotel, restaurante o chiringuito, se observa que los camareros y los turistas son hoy intercambiables. Sin más que sentarse unos y levantarse los otros, la imagen preservaría su validez, no despertaría la menor suspicacia. Este juicio no entiende de fisonomías ni prestancias, y puede extenderse al terreno económico. Hay viajeros más pobres que sus sirvientes, lo cual acentúa el concepto de una representación teatral clasista mutuamente aceptada. Provisionalmente aceptada.

En un establecimiento turístico, bastaría con vestir un poco mejor a los clientes para que sirvieran a los empleados sin ninguna variación en el cuadro escénico. En un caso empírico extremo, Leonardo DiCaprio pasea feliz por un hotel de lujo con unas chanclas sucias, una mezcla de pantalón de gimnasia y bañador descolorido y una camiseta agujereada. Como paga varios miles de euros cada noche, le atienden varones con traje y corbata, mujeres de impecable uniforme. No hay degradación ni sobreactuación, solo equivalencia. La simetría es evidente sin más comentarios en la aviación comercial, subsidiaria íntegramente del turismo.

Ante la abundancia de ejemplares por el colapso demográfico, el ser humano viene definido por sus condiciones externas. Su valor intrínseco está más igualado de lo que pretenden los defensores de pago de los abismos interpersonales, que se quedarían desnudos ideológicamente sin la brecha dramática. Fenómenos planetarios como la recepción a Barbie confirman la idea de los turistas y camareros intercambiables. El milagro turístico consiste en conceder una importancia singular al lugar donde has visto la misma película o has bebido la misma lata de Coca-Cola que el presidente Clinton en la Casa Blanca, porque Obama cuidaba su línea.

El turismo a todos iguala es una expresión que puede generar sobresaltos, pero solo en quienes no han leído a Kurt Vonnegut sugiriendo que el principal problema del ser humano radica en el tamaño desproporcionado de su cerebro. No hay una saturación de turistas, sino de materia gris, las personas se han vuelto demasiado inteligentes y por tanto ambiciosas para encajar en un planeta limitado.

Los beneméritos protectores de un turismo que no les necesita para proliferar se refugian en tópicos eméticos como «todos hemos sido turistas alguna vez». La excepcionalidad que conceden a esa condición refrenda el ignorante desdén que le aplican. Al contrario, en el mundo contemporáneo no hay alternativa, cada persona tiene planificado su próximo viaje y desea acoger a los próximos viajeros. La consideración de cada rincón del planeta como digno de ser visitado, y negarlo sería tan criminal como sostener que hay personas guapas y feas, vuelve a recaer en la dimensión intercambiable de turistas y camareros.

La actitud global frente al turismo equivale a que los consumidores de tabaco negaran el derecho a fumar a sus semejantes, para no sufrir las secuelas de los fumadores pasivos. En realidad, los viajes llamados de placer proporcionan más datos sobre las personas de los que se desean conocer. Los interconectados son intercambiables.

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