Opinión | PENSAMIENTO PERIFÉRICO

La fiesta no ha hecho más que empezar

Tanto el PSOE como el PP han demostrado en todas las elecciones una gran resiliencia, mientras que los nuevos partidos se han deshecho como un azucarillo

Uno de los rasgos más singulares de la política española, en especial, si se compara con los países de nuestro entorno, es que los viejos partidos han sido capaces de resistir la oleada de la nueva política. Tras el tsunami que supuso el ciclo electoral de 2015-2016 cuando los nuevos partidos parecieron amenazar la hegemonía de los viejos, aunque ni Podemos ni Ciudadanos lograran el nunca sorpasso ni a PSOE ni a PP, y después de que en las elecciones generales de abril 2019 la concentración de voto, un indicador de comportamiento electoral que mide el peso electoral de los dos primeros partidos, fuese la más pequeña nunca registrada, el 44 por ciento, en 2023 los viejos partidos remontaron. Desde entonces, tanto el PSOE como el PP han demostrado en todas las elecciones una gran resiliencia, mientras que los nuevos partidos, que con enorme grandilocuencia traían bajo el brazo una agenda reformista o revolucionaria y venían a cambiar las cosas, se han deshecho como un azucarillo, como es el caso de Ciudadanos, o se han dividido fruto de las luchas intestinas como ilustra la existencia simultánea de Podemos, Más País y Sumar. La nueva política ha fracasado tanto desde el punto de vista político ya que no ha logrado implementar su agenda política como desde el punto de vista organizativo puesto que ninguna formación han logrado estabilidad. Solo Vox, quien a pesar del retroceso experimentado en 2023 y de no ser inmune al faccionalismo interno, parece estar construyendo una organización con penetración social y con arraigo capaz de garantizar su supervivencia.

De todo ello en ningún caso se puede deducir que la capacidad de resistencia de los viejos partidos se deba a méritos propios sino más bien a deméritos ajenos. De hecho, la presencia de los nuevos partidos no parece haber sido incentivo suficiente para que los viejos partidos hayan emprendido las reformas que deberían servir para contrarrestar las denuncias de la nueva política. Más bien todo lo contrario. Los viejos partidos siguen viéndose afectados por nuevos escándalos de corrupción y el funcionamiento de las instituciones deja mucho que desear. Sin ir más lejos, este año no ha habido presupuestos, y la falta de acuerdo entre PSOE y PP hace que el Consejo General del Poder Judicial, a pesar de algunas gestos esperanzadores, siga sin renovarse. Y al igual sucede con la presidencia de RTVE, con el puesto de gobernador del Banco de España, con la presidencia y la vicepresidencia de la Comisión Nacional del Mercado de Valores o con las cinco vocalías de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia. Unas disfunciones que siguen abonando el terreno a nuevas formaciones que pretenden crecer gracias a ellas.

El último ejemplo es Se Acabó la Fiesta (SALF), el novedoso fenómeno que se ha articulado alrededor del agitador digital Alvise Pérez y que en las elecciones europeas, bajo el formato de una agrupación de electores, ha superado los 800.000 votos y ha obtenido tres escaños, sobre todo porque ha logrado hacerse un hueco entre el electorado más joven y predominantemente masculino y entre antiguos abstencionistas de variado pelaje. Con un limitado programa que rompe con las costuras ideológicas tradicionales a pesar del predominio de la agenda de la derecha radical -anti- inmigración, seguridad, anti-partidos, anticorrupción, reducción del Estado y euroescepticismo- que se conjuga con un discurso antimonárquico, SALF aspira a capitalizar el descontento con la vieja política y con la nueva política que ha fracasado. Se trata de una novísima política que dado tiene un elevado potencial de crecimiento, en especial si los viejos partidos siguen comportándose de forma irresponsable e impidiendo el normal funcionamiento de las instituciones y si no dan respuesta a las problemáticas que se plantean, por muy demagógicas que sean las formas y por mucha manipulación que contengan. No en vano, según el último barómetro del CIS y como viene siendo habitual en la última década, el 10,8 por ciento de la población considera que el principal problema de España es el mal comportamiento de los políticos y el 8,1 por ciento considera que lo es el gobierno o partidos políticos concretos.

Hay partidos tribunicios que recogen el descontento y lo canalizan institucionalmente contribuyendo paradójicamente a la estabilidad del sistema. Y hay partidos propiamente antisistema, que si bien dada la existencia de limitaciones institucionales no pueden destruirlo, sí pueden complicar, y mucho, su funcionamiento, algo que a la larga pueden acabar destruyendo a los partidos sistémicos. Por ello, más pernicioso que ignorarlos es potenciarlos con el objetivo de dividir al enemigo como ya hiciera el presidente francés François Mitterrand con el Front National en los años 80 con escaso éxito. Esta es una peligrosa tentación que podría tener el PSOE para complicar un futuro gobierno del PP pero también el propio PP para restarle apoyos a Vox. Cabría esperar, por responsabilidad, que no cayesen en ella. De lo contrario, habrá fiesta para largo.

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