Opinión | la suerte de besar
Una historia de amor
La discapacidad, en general, y la intelectual, en concreto, no es un camino de rosas. Nada es fácil, a menudo vas a tientas y debes enfrentarte a que lo que ayer no era una necesidad, hoy sí lo es
La semana pasada, la revista Science Advances publicó una historia de amor. No me colgaré medallas diciendo que soy lectora empedernida de esta publicación especializada, porque no es así, pero sí lo soy del periódico que informaba sobre el hecho. La historia en cuestión es que expertos de la Universidad de Alcalá han descubierto, en Xàtiva (País Valencià), los restos de un niño neandertal de seis años con síndrome de Down. El hallazgo es insólito por varios motivos. Porque la antigüedad de los huesos es de más de 150.000 años, porque los otros casos estudiados sucedieron hace menos de 6.000 años y porque en todos ellos la mayoría de niños con una trisomía apenas vivían unos meses. Los autores del artículo consideran que esta situación inaudita sólo pudo ser posible gracias a los cuidados continuos, al altruismo, compasión e implicación de la comunidad. ¿Es o no es una verdadera historia de amor?
Me gusta imaginar qué y cómo pudo suceder. Cómo la tribu percibió la diferencia y la vulnerabilidad. Qué despertó su ternura. Cómo le protegieron de los peligros y de los animales. Cómo su madre debió cubrirle con su cuerpo para que no pasara frío o si necesitó mucha más ayuda que los demás para alimentarse o moverse. Me pregunto si alguien consideró que parir a un bebé con rasgos diferentes era un estigma y recuerdo la historia de una familia que escondió a una niña durante décadas. Hubo un tiempo en que tener un hijo con una discapacidad intelectual se consideraba un castigo divino.
El descubrimiento en Xàtiva me ha hecho pensar en la anécdota que me contó un familiar de un bebé con síndrome de Down. Cuando, tras la amniocentesis, la madre recibió el diagnóstico bomba, su ginecólogo dio por sentado que abortaría y la citó para el día siguiente. Ella necesitaba tiempo para asimilar la situación y pensar qué hacer, pero él insistió, le narró todo lo malo a lo que se enfrentaría y le advirtió de que se arrepentiría si no interrumpía su embarazo. Hoy es madre de un chaval de dos años. Comprendería que hubiera tomado otra decisión y sería incapaz de juzgarla, pero admiro que siguiera adelante.
La discapacidad, en general, y la intelectual, en concreto, no es un camino de rosas. Nada es fácil, a menudo vas a tientas y debes enfrentarte a que lo que ayer no era una necesidad, hoy sí lo es. Aprendes a comunicarte y a comprender de otra forma, a priorizar, a escuchar, a no juzgar, a respetar y a observar con todos los sentidos. Es una escuela vital de adaptación, a veces a marchas forzadas, a nuevas situaciones. Las familias de las personas con discapacidad intelectual, al igual que los neandertales, necesitan el apoyo, el compromiso y la implicación de la comunidad. Sin ella están solas y desamparadas.
Mi hermana con síndrome de Down también es una de mis grandes historias de amor. Su manera de ver el mundo, su sentido del humor, sus expresiones o su forma de relacionarse son auténticas y genuinas. Cada día aprendo algo bueno de ella. Entre la tribu de Xàtiva y la mía hay más de 150.000 años de distancia. Entre las emociones de su tribu y la mía no dista ni un segundo.
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